Carlota y Fermina
Por las conversaciones que tuvo Atamante con su padre, supo que don Crispo había amasado una inmensa fortuna sin haber cumplido los treinta años y que era propietario de un ingenio en Baracoa. Que se casó con una gran dama de la sociedad cubana, doña Zenobia, que le daría un hijo, a quien llamó Flavio. Que desde que empezó la exquisita educación de su hijo, él mismo, hasta entonces iletrado, aprendió a leer y escribir, e incluso algo de música, aprovechando que la institutriz había estudiado violonchelo en el conservatorio, y le apasionaba tocar las suites de Bach.
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Don Crispo y su mujer fueron a visitar a doña Josefa de Cuesta, propietaria del ingenio San Rafael en el valle de La Magdalena, al suroeste de Matanzas. Doña Josefa, que pertenecía a la aristocracia criolla habanera, había recibido una educación bien distinta a la mayoría de las señoras de su linaje, que trataban a su servidumbre con despotismo. Mujer de carácter, no le tembló la mano para dirigir el ingenio al quedarse viuda.
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Grabado de 1870 representando una revuelta de esclavos en un ingenio azucarero.
Avanzada la noche, oyeron un sonido grave, repetitivo y lejano, como latidos de un corazón enfermo, y vieron enseguida un resplandor en la dirección del ingenio Triunvirato. Pensaron que se trataba de relámpagos y truenos, precediendo la caída de un aguacero. Transcurrido un tiempo, sintieron claramente el sonar de unos tambores y un segundo resplandor encendió el valle en las inmediaciones del ingenio Ácana.
No tardaron en ver nuevos resplandores, eran ya media docena de gigantescas antorchas que iluminaban todo el valle, donde las chimeneas de los ingenios y las palmas reales rivalizaban en magnificencia.
—Me temo, Josefa, que esos tambores no suenan a fiesta, sino a rebelión —dijo don Crispo, levantándose para ir hasta la loma más elevada del ingenio.
Desde allí pudo ver arder varios cañaverales, atravesando el fuego las guardarrayas, y lo que parecían las casas de sus amos, los barracones de los esclavos y el trapiche. Poco después vio extenderse las llamas por la zona del batey del ingenio San Miguel y, a continuación, el de San Lorenzo.
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Mientras hablaban, llegó una columna de lanceros enviados por el gobernador de Matanzas, al que se había incorporado un grupo de rancheadores y algunos trabajadores blancos que habían conseguido huir de los ingenios en llamas.
Las noticias eran confusas. El administrador del ingenio Triunvirato contó que oyó una algarabía, salió a ver qué pasaba y vio a unos rebeldes lucumíes armados con machetes, entre ellos una mujer fornida llamada Carlota, atacando al mayoral, bañado ya en sangre, en tanto que otros esclavos prendían fuego a los edificios del batey. Entendió que lo mejor era correr a los establos, montar a caballo y escapar para alertar a las autoridades.
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