Chronos



«Por favor, señores, no se paren más, que parezco el himno nacional.» Con esta frase hizo sentar al público, que, como todas las noches, lo recibía aplaudiendo en pie, provocando un torrente de carcajadas, mientras su boca abierta de par en par enseñaba dos hileras de dientes blanquísimos, irradiando una alegría contagiosa. Un silencio solemne acompañó la espera del doble alumbramiento: el piano y su voz, la música y la palabra, dos partes de un mismo prodigio que hurgaba en las entrañas de la gente.

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Llegaron al vestíbulo, donde se encontraba una escultura en relieve de níquel y plata, diseñada en el mismo estilo del edificio.

Se titula «El Tiempo» ―dijo doña Gloria al ver que Atamante se fijaba en ella―. Es de las pocas cosas que no se han llevado. Será porque es difícil arrancarlo y la chusma no se arriesga a estar tanto tiempo dándole tremenda desarbolada. Han desaparecido las lámparas originales, las jardineras y los números de las puertas. Todo era art déco.




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Una imagen bien distinta de los ancianos con largos cabellos y barba blanca, que suelen personificar a Chronos. Hay una escultura en la biblioteca de la abadía de Wiblingen, en la que aparece la musa Clío impidiendo que Chronos arranque varias páginas del gran libro de la historia.

Nosotros necesitaremos bastantes Clío para que prevalezca la verdad cuando esta pesadilla acabe.


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Doña Gloria puso una vela sobre el piano vertical que había en el otro extremo de la sala. Un viejo Steinway de madera exterior chapada en caoba, que mantenía el brillo de antaño. Sin mediar palabra, levantó la tapa del teclado y se puso a tocar. Pese a que la tabla armónica, enderezada por el tiempo, había perdido algo su calidad tonal, con las notas iniciales Atamante reconoció uno de los nocturnos más conmovedores de Chopin.

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Aquel nocturno fragmentario, al que la habilidad de doña Gloria arrancaba algunas notas de forma casi imperceptible, causó en Atamante la impresión de que el tiempo se hubiera suspendido, levitando silencioso en algún rincón de aquel cuarto. No se manifestaba bajo la apariencia olímpica del relieve art déco, ni la del anciano barroco de Wiblingen. Observaba perplejo el rostro de doña Gloria, sin señales de deterioro en la piel, y la luz que irradiaban sus ojos verdes, tan vivos como los tenía su novia. Maravillado, trataba de distinguir si era realmente ella o su nieta, en quien por una suerte de sortilegio se hubiera transmutado. Ella se rio al ver el modo en que la miraba.

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