Los jardines del Buen Retiro I
Atamante entró por la puerta de Herrero Palacios del Retiro, dejó a su derecha la Casa de Fieras y accedió a los jardines de Cecilio Rodríguez por el lado opuesto a su entrada principal, donde se encuentra la fuente de las gaviotas. Cruzó las ocho columnas toscanas situadas a uno y otro costado de la fuente y fue a sentarse en un banco de piedra próximo, desde el cual observaba a la diosa Flora, que está en una esquina. Se fijó en que algunas gaviotas mostraban la pigmentación almagre de la herrumbre en sus plumas.
—A ver, ¿qué es eso tan importante que tienes que decirme? —dijo Atamante sin levantarse.
—¿Has amanecido con el moño virado,[1] que ya ni siquiera saludas?
[1] Malhumorado.
Comenzaron a pasear sin rumbo y en silencio en medio de cedros, cipreses, setos de boj y de los enormes pinos que rompen el dibujo matemático del conjunto. Se oía el borboteo del agua en algunos surtidores cercanos y, más distante, el de una cascada diminuta entre dos estanques pequeños.
Habían llegado a la zona de las pérgolas, donde las hiedras escalan las columnas de granito dibujando unas espirales perfectas. Claudia sugirió que se sentaran en un banco. El cielo estaba diáfano y sentados podrían soportar el frío.
—¿Sabes por qué me gusta venir aquí? —continuó Claudia—. Porque en mi trabajo de doctorado estoy analizando los aspectos políticos y económicos del viaje de Evita Perón a España.
—No sé si la censura te permita decir demasiado.
—Cierto. El catedrático es un guayabito y tendré que limitarme a las normas de protocolo y etiqueta, o la contribución de los coros y danzas a la mejora de la imagen exterior. —Esta vez le arrancó una carcajada.
—Te veo recopilando información de los vestidos que lucieron Evita y la «collares» en cada acto oficial.
—O la logística en el traslado de los cincuenta trajes regionales, hechos a medida, que le regalaron en la plaza Mayor.
—¡Necesitaría más baúles que la Piquer!
—No hubieran servido. Se los entregaron dentro de unas canastas de mimbre con forma de mujer, con sus zapatos, sombreros, delantales, tocados, manteletas y adornos. Tras una noche de bailes regionales, se las fueron entregando una por una. Acabaron a las tres de la madrugada. ¡Evita se disparó aquella mecha con veintiocho años!
(Exposición de los trajes regionales en el Museo de Arte Decorativo de Buenos Aires, 1948)—¿Aquello no fue un regalo simbólico? Creía que hablabas en broma.
—¡Qué va! Se los enviaron a Argentina por barco y los expusieron sobre unos maniquíes en el Museo de Arte Decorativo de Buenos Aires el año siguiente. Esa muestra sirvió para promocionar la gira que iniciaron los coros y danzas por Latinoamérica.
—El gallego que os gobierna no tiene nada de comemierda.
—Cuando murió, rescataron esas imágenes en el No-Do. Tenía yo siete años y me impactaron mucho.
Guardó silencio, recordando que en su mente de crío mezcló la noticia de su muerte con la entrega de esos regalos, convirtiendo la ceremonia en una peregrinación, llevándole en volandas las réplicas de su propio cadáver para que los resucitara sin conseguirlo. Esa visión se le incrustó en el cerebro como una pesadilla.
—Al final de sus días —continuó Claudia—, cuando los dolores de su enfermedad eran insoportables y no le hacía efecto ni la morfina, pedía que la bajaran al sótano del palacio Unzué, donde estaban aquellos trajes. Verlos y tocarlos la calmaba.
—Me refería a que su dicción era un poco de tango, comiéndose las “ese” y arrastrando las palabras; conectaba con el pueblo porque hablaba como ellos, a los que llamó “descamisados” y “grasitas”. En cuanto a su lenguaje, basta que sepas que quien le escribió sus primeros discursos, incluyendo los de su gira europea, era el libretista principal de sus obras de radioteatro.
—He oído que en la intimidad lanzaba tacos y blasfemaba como un carretero —Atamante fingió serenidad.
—Lo puede asegurar vuestro ministro de Exteriores en aquel momento, Martín-Artajo.
Claudia le contó que, después de visitar la Alhambra, el hermano de Evita y dos caballeretes se habían ido de rumba por el Albaicín y el Sacromonte. El asunto le llegó al ministro, que, escandalizado, habló con el confesor de Evita y este se lo trasladó a ella. Cuando se enteró, esperó a estar delante del ministro, descolgó el teléfono y le gritó a su hermano: «¡Una puta más y te volvés a la Argentina de inmediato! ¡Hay que demostrar que somos un pueblo educado y no de hijos de puta y milongueros como vos!».
(Página del programa correspondiente al día 12 de junio de 1947, después de asistir a una corrida de toros, el Ayuntamiento de Madrid ofreció una cena de gala en los jardines de Cecilio Rodríguez del Buen Retiro. No hay imágenes de esta cena ni del espectáculo ofrecido durante la misma)
—Volviendo al principio, ¿este sitio qué tiene que ver con Evita?
—En estos jardines se celebró una cena de gala en su honor. Mira, tengo aquí un recorte de la crónica que publicó ABC. No tiene desperdicio.
Atamante comenzó a leer lo que más le llamaba la atención: «Pasada la medianoche, llegó la señora de Perón acompañada por el jefe de Estado». «Escoltados por los guardias municipales, que estrenaban unos vistosos uniformes». «Eva Duarte llevaba un traje de noche con falda azul marino y grandes lunares blancos y cuerpo de fondo azul y estampados blancos, capa de armiño y pendientes de brillantes». «Detrás, en otro coche, lo hacían doña Carmen Polo, con traje granate y mantón de manila negro, y su hija, con traje de organdí azul celeste e incrustaciones blancas».
—Aquella fiesta tenía tintes de ficción, estilo Bronston, ¡y la «collares» asumiendo un papel secundario! —reaccionó Atamante.
—No les quedaba otra, Argentina los estaba salvando de la hambruna.
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