Candelita de basurero
P.M., le explicó Eliana, fue un cortometraje en blanco y negro de menos de quince minutos, realizado al estilo free cinema, que recorría con una cámara oculta la vida nocturna de La Habana un sábado cualquiera de 1960; sin guion ni comentarios, tan neutro como su título. Sus jóvenes autores fueron Sabá Cabrera, hermano de Guillermo, y Orlando Jiménez. Comenzaba y terminaba en la lanchita que cruzaba la bahía entre Regla y La Habana Vieja.
La cámara seguía la navegación y el desembarque de pasajeros
entraba en un bar de la avenida del Puerto, caminaba por el paseo del Prado,
captaba el ambiente de los cabarés de la playa de Marianao y se detenía unos
minutos en la actuación de Chori, tocando botellas, sartenes, sacando la lengua
y tirándole trompetillas al público.
—No
parece que un corto así pueda comprometer el éxito de una revolución.
(Una canción por la mañana, compuesta por Evaristo Mèndez y cantada por Vicentico Valdés. Subida a YouTube por Universal Music Group. ℗ 2010 Craft Recordings, a division of Concord Music Group, Inc.)
—Yo
creo que a ellos les molestó la escena final, con la lanchita regresando a
Regla de madrugada, mientras se oye de fondo Una canción por la mañana
de Vicentico Valdés. Esos planos, mezclándose en el mar los reflejos de los
farolillos de la lancha con las luces de La Habana, y esa canción tristona
provocan una nostalgia inquietante.
—Cierto, la nostalgia socava el espíritu revolucionario. —Sonrió Atamante pensando en doña Gloria.
(Parte del discurso de Fidel Castro, conocido como Palabras a los Intelectuales, que cerró la puerta a la libertad de expresión en 1961: "contra la Revolución, ningún derecho". Canal YouTube de Cubadebate)
El equipo de Lunes
y decenas de intelectuales cubanos firmaron un manifiesto en oposición al
secuestro de P. M. por orden del
Instituto del Cine. El Partido les pidió que no lo hicieran público a cambio de
organizar una reunión con Fidel y otros miembros del Gobierno en la Biblioteca
Nacional. Pronto quedó claro que era un juicio a la libertad de expresión.
—Toda
esa parafernalia —acabó diciéndole Eliana— por un documental que no llegaba a quince
minutos. Al final de su discurso, Fidel lanzó una consigna estalinista que no
dejaba lugar a duda: «Con la revolución, todo; contra la revolución, ningún derecho». Guillermo
dice que tronó con la voz de un Zeus ruso.
Eliana hizo una pausa para calmarse. Sus ojos brillaban
de un modo raro y las tonalidades cambiantes de su iris, que tanto apreciaba
Atamante, se habían oscurecido hasta prevalecer un gris antracita; este
entendió que no era el momento para comentarlo.
—Hace
unos días Fidel escenificó la renuncia del Che a sus cargos —continuó Eliana—,
leyendo su carta de despedida en el Congreso del Partido Comunista. Se trata de
una carta que cualquier guerrillero debe escribir antes de partir a una misión
y que el Che no había autorizado a leer. Sus hombres de confianza han empezado
a caer en desgracia y alguno ha ido preso.
Antes, le dijo Eliana, verían unos palacetes que iban a «desanudar esa cabeza tuya tan atormentada». En la entrada de uno de ellos había una placa ovalada con el logotipo del Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos.
—Con esta institución Fidel aspira a que vengan de otros países a apreciar de primera mano las «modélicas» transformaciones sociales...
—Hablemos mejor del continente, es una obra estilo Beaux-Arts del arquitecto neoyorquino Thomas Hastings, el mismo que construyó la biblioteca pública de Nueva York.
—Conozco
el estilo. Una vuelta al neoclasicismo francés, como el Hotel Crillon y el
Ministerio de la Marina de la Place de la Concorde. Un lugar privilegiado para ver
rodar las testas coronadas de Luis XVI y María Antonieta.
—¿Y
quién mandó construir esta belleza?
—Una
familia de tabaqueros, los González de Carvajal. Sostuvieron una competencia tremendamente
áspera con los Partagás.
Se refirió a la disputa por el uso de una vitola, la
Flor de Cabañas, por la que llegaron a acusarles de mandar asesinar a un Partagás,
aunque no quedó probado.
—¡Matar
por una vitola! Buen titular para una crónica negra.
Siguieron andando en silencio hasta que en la manzana
siguiente se toparon con otro palacete que dio pie a que Atamante probara a cambiar
el registro de Eliana:
—¿Esa mansión de la esquina va a deshacerme otro nudo? —preguntó esquivando los ojos de Eliana, antes barrocos y ahora tenebrosos, que le encañonaban el alma.
Ella tardó en responder y al hacerlo afloró un tono áspero:
—Más
que deshacer un nudo de tu cabeza, te voy a atar uno al cuello y acabarás como
el último dueño de esa casa.
—¡No
me hace ninguna gracia! —Sonrió a su pesar—. Se ahorcó tras soportar casi un
año una grave enfermedad y esta maldita revolución. Se llamaba Juan Gelats, era
el banquero que operaba las cuentas del Vaticano en Cuba.
—No
me extraña que se desesperara perdiendo semejante chollo.
—Solo
adelantó el momento, la enfermedad era incurable.
Eliana señaló el edificio, un paradigma de la
arquitectura ecléctica de los años veinte y del aprovechamiento de las esquinas.
Estaba abierto y entraron. Le enseñó las formas esculpidas en piedra que
simulaban un jardín mitológico del vestíbulo y el vitral que iluminaba la
escalera helicoidal de mármol blanco.
—Un
buen ejemplo del modernismo catalán.
Al llegar ante la sobria fachada neoclásica del Museo de Artes Decorativas, dos grupos escultóricos situados a ambos lados del balcón voladizo, en los que unos niños desnudos sujetaban sendos escudos de armas de piedra vacíos, provocaron la curiosidad de Atamante. Al preguntar la razón, Eliana no supo contestarle con certeza, pero le dio algunas claves que, si no lo explicaban del todo, las halló familiares.
Los antepasados de los propietarios amasaron su fortuna con la trata; sus padres, ocupados en negocios más decorosos, decidieron dignificar su apellido uniendo los suyos con un guion, de manera que sus hijos, en lugar de heredar un vulgar Gómez, iniciaron el linaje de los Gómez-Mena. José, quien la mandó construir, se la cedió a su hermana, María Luisa, al trasladarse a otra mansión en Miramar.
Esta convenció a su marido, Agapito de la Cagiga, un emigrante que empezó vendiendo materiales de construcción y se convirtió en un reputado importador de madera y hierro, para que se convirtiera en filántropo del pueblecito cántabro donde había nacido, Revilla, en el municipio de Camargo. Este Financió un formidable complejo de escuelas y casas de maestros que despertó el interés de Alfonso XIII, que asistió a la inauguración y le concedió el condado. Al instalarse en el palacete, María Luisa era ya viuda y el título lo había heredado un sobrino de su marido, por lo que dudosamente habría rellenado aquellos huecos; aunque don Agapito se hubiera apropiado del blasón de su pueblo, como hizo don Crispo con el de Baracoa.
—¿Cómo esto es posible, compañera Bárbara?
—¿Qué tú quieres que yo le haga, compañera? —contestó a Eliana la chica que los recibió en el vestíbulo, escoltada por cuatro moros de madera estofada, tan negros que la hacían parecer a ella pálida—. La compañera jefa ha tenido que ausentarse un momentico. Me ha encargado que les vaya enseñando los salones.
—A la señora le gustaba el figurao. Organizaba fiestas suntuosas a las que invitaba a la aristocracia y realeza europea.
Bárbara, después de andar por aquellos salones un año, se había contagiado del espíritu de su dueña y disfrutaba con los cotilleos del acervo popular:
—Mandaba traer desde Miami cientos de flores, sobre todo, gladiolos rojos y claveles rosados, y contrataba a los mejores artistas. Cuando recibió a los duques de Windsor, trajo nada menos que a Enrique Jorrín, el creador del chachachá. Los duques venían mucho a La Habana. Se alojaban en la suite presidencial del hotel Nacional. ¡Qué historia de amor, caballero!
Al ver sonreír a Eliana, él se hizo eco de cuanto chisme había llegado a sus oídos, fueran realidad o leyenda, con tal de afianzar su complicidad. Así, contó que uno de sus amantes en los años veinte había sido el conde Ciano, más tarde yerno del duce. «Coincidieron en China», remarcó, sabedor de que los lugares lejanos apuntalan la veracidad de esas historias. El conde había sido destinado como cónsul, y ella fue a reunirse con su primer marido, un piloto de la Armada estadounidense alcoholizado.
—Previamente a ese viaje, había tenido un affaire con un diplomático argentino, revelando su inclinación hacia la diplomacia.
(Von Ribbentrop aterriza en el aeropuerto de Croydon, Londres, en un avión de pasajeros alemán y es recibido por funcionarios de la Embajada: Probablemente, cuando fue nombrado embajador en 1936)
Era ahora Eliana quien pintaba los tintes más deshonrosos, mientras Bárbara seguía muda. Le habló de dosieres del FBI y de los servicios secretos británicos sobre sus devaneos con von Ribbentrop, embajador en Gran Bretaña antes de la guerra, estando ella empatada ya con el entonces rey; y de sus comunicaciones posteriores, siendo el alemán ministro de Exteriores y habiendo comenzado la contienda. La pobre Bárbara se escandalizaba progresivamente, dejando al descubierto una mayor porción de su esclerótica y no acertando a decir más que «¡alabao!» en una voz lánguida en cada aspiración. Eliana y Atamante pensaron que padecía asma.
—Si
Churchill los envió a las Bahamas fue para reducir su capacidad de maniobra. Windsor
ha declarado hace poco que nunca pensó que «Hitler fuera un mal tipo».
Después de la guerra, le aseguró Atamante a Bárbara,
no le asignaron al duque ninguna responsabilidad oficial y se convirtieron en
unos parásitos de la monarquía británica, viviendo regaladamente en un palacete
del Bois de Boulogne de París.
—En
el tiempo en que fueron invitados a esta casa, no eran sino unas celebridades
menores de la café society —remató el
cuadro Atamante.
—¡Candelita de basurero![1] —saltó Bárbara, que pasó
de la decepción y el escándalo a la indignación—. Con esa carita de gente chévere,
y ya tú ves…
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