Chronos II

Vídeo editado con extractos de varios documentales sobre Bola de Nieve

Su mano derecha evocaba la fascinación del niño que fue, encaramado a una ventana para escuchar a Liszt y Chopin interpretados por un vecino, en tanto que su mano izquierda tan pronto parecía tañer la piel de los tambores batá,  ungidos en ceremonias santeras de su Guanabacoa natal, como desgranaba los toques ancestrales a libertad que se oyeron en los cañaverales, entre compases y armonías de blues y de jazz. Era capaz de moldear las canciones a su antojo y transmitir ironía, amor, tristeza, desgarro, melancolía y soledad, mucha soledad. Exhibía un fraseo, una dicción y un timbre de voz camaleónicos: desapacible y picarón como el voceo de un pregonero; delicado y manso como el arrullo de una canción de cuna; roto y estremecido como el llanto amargo de un amante atormentado.

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Bola de Nieve, La vie en rose

—No soy exactamente un cantante, mi voz es la de un vendedor de duraznos y ciruelas —soltó una carcajada y siguió—: Cuando interpreto una canción ajena, yo la hago mía, le doy una significación propia. Yo soy la canción que canto.

—Nadie lo ha definido tan bien, Bola —dijo doña Gloria—, y mira que has tenido elogios bellos. Neruda, Andrés Segovia o la pobre Edith Piaf, a quien le encantaba tu versión de La vie en rose.

—Ellos han sido muy generosos conmigo. Aquí sigo martirizando el piano y abusando de la gente.

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Extractos del documental del ICAIC sobre María Cervantes, dirigido por Roberto Fandiño (1968)

—No seas humilde, Bola, lo que tú transmites pocos cantantes lo logran. —Doña Gloria posó delicadamente sus blancas manos sobre las del cantante, de palma ancha y dedos inusualmente uniformes.
—¿Y esa forma de tocar el piano? —preguntó Atamante.
—Eso se lo debo a María Cervantes, mi verdadera maestra. Bueno, mi querida gloria y mi querido mito, es hora de saludar a otra gente. Ha sido un auténtico placer y espero volver a verlos pronto. —Bola se dio media vuelta después de girar levemente su cara y entornarle los ojos a Atamante. El camarero rubio enrojeció de rabia.

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Extracto de la película mexicana Una Mujer en la calle (1954) y del documental El hombre triste que cantaba alegre (2003)

—¡Lástima que se haya convertido en un abanderado de la revolución! —murmuró doña Gloria a Atamante en cuanto se alejó Bola, haciéndole señas para que no le siguiera la conversación porque allí podría estar escuchando cualquiera.
A Atamante, que había llegado a La Habana por la mañana, le sorprendió aquella manera de coexistir de dos mundos opuestos: la revolución naciente, a la que en aquel final del verano de 1965 le quedaba apenas margen para inventarse a sí misma, una vez cruzado el telón de acero, y el mundo de ayer, deslumbrante y contradictorio. Todavía las admiraciones del pasado pesaban más que las nuevas adhesiones y, al igual que doña Gloria, muchos exhalaban amargos contrapuntos como un susurro.

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Edificio López Serrano, 1932. El edificio residencial más alto de Cuba hasta 1956.

Remontaron luego la calle 13 hasta llegar a su edificio, se paró frente a él y, observándolo con nostalgia, dijo:
—La elegancia que tenía este barrio se ha perdido. ¿Te has fijado en la fachada?
—¡Una obra de arte! Ya me había advertido su nieta. Recuerda a algunos edificios art déco de Chicago.
—¡Eran los apartamentos más exclusivos de La Habana! —la voz de doña Gloria tembló ajada—. Aquí vivían las familias más influyentes de la sociedad cubana. Ahora está en unas condiciones deplorables.

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Chopin Nocturno Op.9 No.2, tocado por Arthur Rubinstein, 1965. 

Doña Gloria puso una vela sobre el piano vertical que había en el otro extremo de la sala. Un viejo Steinway de madera exterior chapada en caoba, que mantenía el brillo de antaño, salvo algunas pequeñas zonas marcadas por la huella de varios derrames. Sin mediar palabra, levantó la tapa del teclado y se puso a tocar. Pese a que la tabla armónica, enderezada por el tiempo, había perdido algo su calidad tonal, con las notas iniciales Atamante reconoció uno de los nocturnos más conmovedores de Chopin: el opus 9 n.º 2.
—¡Toca usted como el mismísimo Rubinstein! —Atamante aplaudió entusiasmado cuando dejó de sonar el último acorde.
—Lo dirás por las notas que salto. Rubinstein dice que en su primera época «dejaba caer unas cuantas notas debajo de la mesa»; a mí, a esta edad, se me caen de la cabeza.

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