Balmoral II

 

Le llamaba la atención el cuadro que estaba encima de la chimenea. Un óleo que representaba a un caballero escocés vistiendo el clásico kilt, sentado en un butacón de orejeras, sujetando en su mano izquierda un puro y una copa llena en la derecha. Sobre la mesa, una botella. Detrás, unos personajes retratados cobraban vida y salían de sus lienzos, hechizados por el aroma que desprendía la copa.

Es una reproducción de la etiqueta del whisky Ancestor que aparecía en las botellas de los años cincuenta, junto al eslogan: «The Whisky of Old Ancestors» ―le aclaró don Ángel viéndole embelesado, escudriñando la pintura.

Retrato ecuestre del duque de Lerma, Rubens, Pedro Pablo
©Museo Nacional del Prado

La idea le pareció divertida. Eso mismo podría suceder allí, donde acudían tantos descendientes de hombres ilustres. Cada mañana, antes de entrar a trabajar, iba temprano a la biblioteca nacional y leía algún libro que le permitiera seguir el rastro de los nobles ancestros de aquellos señores que vendrían a saborear los cócteles de sus descendientes.

Cuando llegaba el duque de Lerma, le venía a la cabeza el retrato ecuestre del valido de Felipe III, pintado por un joven Rubens. Imaginaba su entrada triunfal, montado en su caballo blanco con largos tirabuzones, acercándose a trote corto y braceo de alta escuela hasta la mesa de sus colegas. Al bajarse, le alargaba con desdén las riendas, se quitaba la coraza con la cruz y la venera de la orden de Santiago y se sentaba. Otras veces, fantaseaba que aparecía envuelto en el capelo cardenalicio que le concedió en el último momento el papa Paulo V, para que no fuera juzgado y ejecutado por enriquecerse indebidamente...

Si entraba el conde de Yebes, visualizaba a don Juan Esteban Imbrea y Franquis, banquero genovés que vino a reclamar el capital prestado a la Corona, a lo que Felipe IV compensó concediéndole el señorío de Yebes y Valdarachas, llevando el uniforme de caballero de la orden de Calatrava, con su gran cruz flordelisada grana, pechera y capa negras; cargando una picota en su mano derecha y una pedrusco en la izquierda, dispuesto a amojonar sus nuevas tierras...

Con el duque del Infantado, se le presentaba el duque originario, a quien Isabel la Católica le concedió el título por su lealtad frente a la invasión portuguesa, vestido de terciopelo verde y mangas rojas; acompañado de su hermano, el cardenal Mendoza, su nieta, la princesa de Éboli y su parche encubridor, y su padre, el marqués de Santillana, recitando el verso de «El infierno de los enamorados»: «¡Oh, vos, Musas, qu’en Pernaso facedes habitación, allí do fizo Pegaso la fuente de perfección!»...

No fue la única distracción que tuvo en Balmoral. Por el bar vio pasar aristócratas y embajadores, golfos y meapilas, políticos con futuro y retirados, almirantes y generales, periodistas y escritores, adeptos y desafectos al régimen, empresarios y espías, artistas y toreros, amas de casa y maniquíes, actrices de teatro y estrellas de Hollywood. Escuchó murmurar cotilleos políticos, comentar algún artículo incendiario o las recientes noticias de la prensa extranjera; criticar la exposición retrospectiva de Picasso en la Tate Gallery de Londres, que incluía sus cincuenta y ocho interpretaciones de Las meninas y la obra en la que se inspiraban...

… discutir acerca de la rivalidad de Ordoñez y Dominguín, la final de la Copa del Generalísimo que ganó el Atlético al Madrid en el Bernabéu o la polémica apendicitis de Bahamontes en la Vuelta...

... resaltar el mérito de la medalla de bronce del equipo de hockey sobre hierba en las olimpiadas de Roma y las hazañas de caza exageradas por sus propios protagonistas y el comportamiento heroico de sus rehalas; cuchichear ecos de sociedad o desentrañar el sermón del cura. Independientemente del tema y los contertulios, todos seguían el mismo lema, aquel que un cura de una iglesia cercana aconsejó quitar de la puerta: «Venid aquí los que tenéis sed».

En esa época, también apareció por Balmoral el playboy dominicano Porfirio Rubirosa junto a varios miembros del equipo internacional de polo que formaba Pedro Domecq, como los hermanos Gracida, de México, o el argentino Blaquier. 

Atamante no coincidió con él, aunque supo por boca de don Ángel parte de sus andanzas y leyendas. Rubirosa estaba ya casado con su última y joven esposa, Odile Rodin, después de dejar atrás cuatro matrimonios, dos de ellos con las mujeres más ricas del planeta, Doris Duke y Bárbara Hutton, que le reportaron grandes beneficios. 

Al divorciarse de la Hutton, tras 53 días de matrimonio, recibió una compensación de más de dos millones y medio de dólares, casi cincuenta mil dólares por día, aparte de una plantación de café, caballos de polo y un bombardero B-25; extravagancia esta, que no era original, ya que su amiga Doris había hecho lo mismo años antes. 

Su primer matrimonio, con la hija del dictador Trujillo en los años treinta, le abrió las puertas del gran mundo, por los servicios diplomáticos y de otra índole que prestó al padre hasta su muerte. El segundo, con la actriz francesa Danielle Darrieux, le liberó del arresto por los alemanes que le acusaron de espionaje durante la segunda guerra mundial. Su vida, según afirman algunos, inspiró a Ian Fleming para definir el personaje de James Bond.

En la foto aparece con Zsa Zsa Gabor, la única que no quiso casarse con él y con quien mantuvo una larga relación adúltera, pues ella estaba casada con el actor George Sanders. Porfirio amenaza al fotógrafo con su juguete favorito, un tirachinas con el que torturaba a los clientes de las mesas cercanas.


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