Sonidos negros


Lástima que no escucharas a Chori. De todas formas, ya te advertí que no lo hubieras disfrutado en su esplendor, como quienes tuvimos la suerte de escucharlo en los garitos de la playa de Marianao. Mantiene su voz gruesa, y sus manos siguen siendo capaces de marcar ritmos de son y de rumba, pero sus descargas están más amarradas, no tienen la libertad de sus improvisaciones de antaño. Aunque continúa con sus bromas, se le nota triste. Se está apagando por dentro, a la vez que su ritmo se domestica.


El Chori en la Playa de Marianao - Noticiero ICAIC No. 7 (1960)

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Chori es, era, un artista genuino. Con su voz gastada, su retahíla de aspavientos y su intuición para inventar ritmos y armonías, era capaz de crear un espectáculo que nos estremecía a todos. Los timbales se le quedaban cortos para sacar los sonidos que le bullían en su cabeza y empezó a añadir botellas, sartenes y cuanto chirimbolo tenía a mano. ―Doña Gloria se transformaba al hablar de los músicos que admiraba.

―He visto el nombre de Chori escrito con tiza en paredes y aceras. Llama la atención su caligrafía. Las líneas rectas son perfectas y las curvas parecen dibujadas con un compás. Recuerdan las mayúsculas cuadradas lapidarias de la antigua Roma, como las inscripciones del Panteón. Es curioso que utilice un grafismo tan inmortal y un medio de impresión tan efímero.

Que usara utensilios de cocina y demás objetos no me maravilla tanto, ¿no se le viene sacando una voz de soprano lírica a los serruchos? ―Atamante intentaba no dejarse impresionar―. Marlene Dietrich, sin ir más lejos, es una virtuosa.

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Para algunos insensatos era un personaje grotesco ―siguió doña Gloria impávida ante la tormenta―. Para otros, incluido el músico Gershwin, era un genio.

¿Gershwin vio a Chori? ―Se sorprendió Atamante.

¡Claro, chico! ¿Acaso no escribió una obertura cubana? Pasó aquí dos semanas de vacaciones a principio de los años treinta. Quedó embriagado por los ritmos que escuchó en los cabaretuchos de la playa de Marianao. Unos meses después la estrenó en Nueva York, combinando esos ritmos y su propia música.

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De pronto, se abrieron en el cielo unas cataratas de dimensiones bíblicas, desplomándose y retumbando sobre el asfalto y las aceras, sobre el tejado de los edificios y la carrocería de los coches, sobre los planos marmóreos del vedado, que señala el conde de Pozos Dulces en su monumento, y su largo abrigo de piedra. Atamante se levantó y se acercó a la ventana. La lluvia azotaba los cristales, formando cortinas trenzadas con hilos de agua. Oyó el soplo enérgico del viento que vapuleaba postigos y contraventanas, y orquestaba una elegía agitando el follaje de la arboleda cercana, como si tañera una gigantesca arpa. Atamante creyó que el arcángel Miguel y su ejército celestial bajaban a ensayar una descarga de bongós, timbales y tumbadoras.

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Tito Puente vino a verlo varias veces.

¿No es también un timbalero? ―preguntó Atamante, sin dejar de mirar por la ventana, velando aquel prodigio, como un centinela.

Una noche le hizo una apuesta: el reloj de Chori contra el dinero que él llevaba. Tito debía reproducir lo que tocara Chori, a veces por turnos, a veces juntos. La noche fue larga, terminaron empapados en sudor y exhaustos. Lo que oyó en los timbales de Chori le pareció endemoniado, y cuando golpeó sus botellas, creyó escuchar una orquesta.

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Al poco tiempo de diluviar, Atamante observó en el parque de la esquina a unos chiquillos mulatos que salieron a la intemperie, saltando, bailando, haciendo piruetas, quitándose sus camisas para que la lluvia les calara hasta los huesos y abriendo sus bocas, recogiendo el agua que les caía del cielo.

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Entrevista de Cabrera Infante a Marlon Brando, 1956


Uno que admira a Chori es Marlon Brando. Dice que perdió la cabeza al descubrir la música afrocubana en el Palladium de Nueva York. Avanzados los años cincuenta, viajó a La Habana por tres días con la intención de comprarse una tumbadora.

¿Brando viajó a La Habana para comprarse un tambor?

¡Una tumbadora, chico! ¡Una conga! ―le reprendió en broma doña Gloria―. Eso es lo que le dijo a Cabrera Infante en la entrevista que le concedió. Brando hizo un comentario que se me quedó grabado: «El mar de La Habana es extraño. Es igual que el cielo. Puedes ver las cosas que quieras imaginar».

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Dizzy Gillespie con Kenny Clarke / Francy Boland Big Band, Dinamarca - 4 de Noviembre de 1970.

—¡Unos bongós de Chano Pozo! ¡Alabao, chico! ¿No sabes quién fue?

Doña Gloria le aseguró, con la soltura de una experta, que habiendo estado en Nueva York menos de dos años, su influencia para integrar la música afrocubana en el jazz fue decisiva. Todo empezó, le explicó, cuando Dizzy Gillespie, que acababa de formar su propia banda, quiso incorporar un percusionista cubano, y Mario Bauzá, otro pionero del jazz afrocubano, le sugirió a Pozo.

La tormenta eléctrica provocó un apagón y doña Gloria, parsimoniosa y resignada, fue a buscar las velas como quien celebra un rito tedioso y repetitivo. Al volver, le habló del momento en que Chano Pozo le presentó a Gillespie la idea de una melodía y una percusión basada en el contrapunteo cubano, a la que Gillespie añadió varios compases de trompeta.

¡«Manteca» revolucionó el bebop y el jazz para siempre!

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Otro actor que se quedó embrujado por Chori fue Errol Flynn ―siguió doña Gloria, ajena a la fascinación de Atamante―. Le hizo aparecer en una escena de la película The Big Boodle, rodada en La Habana.

¿La pandilla del Soborno? ―Despertó Atamante de su éxtasis.

Debió de llamarse la pandilla del bochorno. ―Doña Gloria movió su cabeza en señal de desaprobación―. Basada en hechos reales, lo único auténtico fue Chori.

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A Chori no le hizo falta salir de aquellos barracones de la playa de Marianao.

Aledaño con las mansiones y los clubes privados de la alta sociedad, se erigían aquellos garitos construidos con unos cuantos tablones de madera, el piso de cemento desgastado y los techos de hojas de guano y planchas de zinc. Que los dominios de Chori fueran unos tugurios rodeados de ostentación, un oasis afrocubano inmerso en la fastuosidad, recordó a Atamante la inauguración de Nicka’s en Madrid, hacía año y medio. El negativo de aquella fotografía que le estaba describiendo doña Gloria, un refugio de sofisticación frente a las chabolas del arroyo del Abroñigal.

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Doña Gloria le siguió hablando de aquellos garitos, donde la brisa del mar apenas suavizaba la atmósfera cargada de tabaco y marihuana, el tufo a fritanga de los timbiriches contiguos ―por eso, le explicó, la zona se conocía como Las Fritas―, y el sudor rancio de la gente, ebrios de ron barato y cerveza, partícipes de la misma liturgia en la que los ritmos ancestrales que salían de las manos de Chori evocaban lo más atávico de cada uno, desnudos de cualquier convención social.

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¿Estuvo Lorca en Las Fritas? ―preguntó precipitadamente, temiendo que doña Gloria finiquitara la botella en otro embate.

¡Claro, chico! Su espontaneidad hermanó bien con aquellas descargas. ―Doña Gloria cambió el tono y, haciendo alusión al poema que escribió en la isla, continuó―: Allí siguió con la «gota de madera» el ritmo de las «semillas secas» y los balanceos de las «cinturas calientes».

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La lluvia ahora caía constante, liviana, casi muda. Abrió la ventana. El aire de La Habana olía a pureza y renovación, como si aquella tempestad hubiera producido en la ciudad la misma catarsis que causaban los baños a orillas de Pafos en Afrodita. Después de oír que Lorca disfrutó los toques de cristal, metal y cuero de Chori, Atamante no dudó de que el timbalero poseía duende, un duende que nacía de su diálogo con el silencio, ese «sonido negro» del que habló el cantaor Manuel Torre, el mismo duende «furioso y abrasador» que sintió el poeta al escuchar a la Niña de los Peines, olvidándose de las formas y recurriendo al tuétano y a la sangre.

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Los vídeos están sacados del enlace, del que soy ferviente admirador:

https://www.youtube.com/channel/UCHWHfe05NXsKgpvYTo1n-CA

(Desmemoriados Música Cubana)



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