Cine I



   

Rafael Torroba cambió el bisturí por la atención primaria a las estrellas del celuloide.

Era uno de los cirujanos pioneros en intervenir en España a corazón abierto. Amigo del «yernísimo», Cristóbal Martínez-Bordiú, y dicen que en más de una oportunidad le prestó dinero para que saliera con Carmencita. En aquellos años, los dos eran interinos en el hospital de la Cruz Roja y era vox populi que los días en los que operaba Rafael las probabilidades de sobrevivir eran mayores.


Los dos se disputaron una plaza en el hospital y, claro está, se la dieron a Cristóbal. Torroba lo aceptó deportivamente, sin que minara su amistad. Tiempo después, conoció a Samuel Bronston en el bar del hotel Hilton que buscaba un médico español. Ahí empezó su nueva carrera. 

En sus ratos libres, leía a Joseph-Marie Lo Duca, uno de los primeros autores que reflexionó sobre la manera en que el cine presentaba el erotismo de la mujer.

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Atamante se quedó hasta tal punto confuso que buscó el consejo de la persona que creyó más avezada en cuestiones de mujeres. Aprovechó el rodaje de algunas escenas multitudinarias en el Foro Romano y volvió a los decorados de Las Matas. Después de rodar la toma de la mañana, se dirigió vestido con túnica romana al lugar donde se encontraba la consulta. Encontró al doctor Torroba recostado en un colchón doblado en forma de sofá, al borde de un talud. Se estaba echando una siesta y sus ronquidos resonaban tan estentóreos como sus carcajadas. A su lado había un pico enorme, una caja con el logo del whisky White Horse tallado en madera, su maletín de médico y encima de su cabeza un cartel de pizarra al que habían cambiado las siglas I.N.P., del Instituto Nacional de Previsión, por R.I.P. No había duda de que algunos graciosos habían colocado esos elementos y realizado un jugoso reportaje fotográfico. No quiso despertarlo y dio media vuelta.

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La segunda vez que intentó hablar con el doctor, este se encontraba haciendo de cicerone de los marqueses de Villaverde, acompañados de sus dos hijas mayores, Carmen y Mariola, vestidas de uniforme escolar, señal inequívoca de que habían hecho novillos. La visita se enmarcaba dentro de los esfuerzos de Bronston por mantener y mejorar sus relaciones con el régimen del dictador en unos tiempos en los que vislumbraba la decadencia de su imperio. Ver a las nietas de Franco pasear con sus faldas tableadas por el colosal decorado de película péplum, a través de un enjambre de columnas corintias y centenares de esculturas de mitos romanos, le pareció a Atamante un símbolo de lo extemporánea que resultaba aquella España, a la que le quedaba más de una década en desaparecer. Tampoco vio la oportunidad de interrumpir.


En su tercer intento, lo encontró cerca de su consultorio, luciendo un bañador de rayas anchas y sentado en una silla de mariposa de cuero, en la que había colocado una toalla tratando de no sudar tanto. Estaba ojeando un volumen de L’Érotisme au Cinéma. Atamante, al verlo sumamente concentrado, guiñando los ojos por efecto de un sol deslumbrante, dudó si había acertado en elegir a la persona adecuada como confidente...

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