El jardín de la memoria III

 



Tuvo que esperar algún tiempo hasta que su padre volviera a llamarle. En cada charla, don Aurelio elegía una zona del jardín acorde con el tema. Aquel día su mano derecha invitaba al niño a dirigir su mirada hacia el sureste, donde la tierra alimentaba a un inmenso baobab y varios tamarindos, majaguas y cerezos africanos.

Papá, si don Crispo le contó a su primo… gélido, ¿por qué me lo has contado a mí, que soy el más pequeño? ―Atamante creyó demostrar que, como le había dicho el cura hacía meses, ya tenía edad de raciocinio.

Eres un chico avispado. Algún día te contestaré, ahora no lo entenderías. Pero recuerda que don Crispo no eligió a su primo «congelado», sino a su primogénito.

Aquella respuesta le bajó los humos, aun así no quiso desfallecer y preguntó:

¿Por qué cuatro generaciones?

Era la penitencia que se impuso a sí mismo y a los de su sangre. Cumple en tu generación: quedáis liberados de mantener intactas las huellas del jardín y de contar su historia a vuestros hijos. Contigo, el pecado ha quedado redimido.

¿El tatarabuelo fue un pecador? ¿Tan grave fue lo que hizo que necesitaba una penitencia tan larga? ―La catequesis le había dado soltura para hacer aquellas preguntas.

Lo que creyó ser una aventura, se trataba de un crimen aberrante, del que acabó tomando conciencia.

Atamante se sobrecogió al oír el adjetivo aberrante. Aunque no lo entendiera del todo, su sonoridad le retrotrajo a una frase que pronunció el párroco poco antes de su primera comunión: «Estrella errante, a la que está reservada eternamente la oscuridad de las tinieblas». Luego, hizo un juego de palabras para que entendieran mejor su sentido: «Errante porque yerran el camino y vagan sin rumbo, como Caín o el ángel caído, que no supieron guardar su estado de gracia original». Aberrante, detrás del muy sustantivo «crimen», era todavía más revelador en aquellos años de posguerra y las continuas alusiones a otros crímenes en las conversaciones de los adultos.

La culpa y la fortuna habían crecido juntas ―continuó don Aurelio―, como la aventura y el crimen henchían por igual los aparejos de sus barcos.


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