El jardín de la memoria
Mucho de lo que Atamante recuerda de su infancia había sucedido en aquel jardín, dividido en cuatro áreas simétricas de contornos cuadrados, que albergaban en su interior plantas y árboles de diferentes regiones del planeta. Un manto de césped se extendía por falsos llanos y ondulaciones del terreno, formando figuras irregulares, bordeando estanques y senderos, contrastando la rigidez geométrica de los setos rectilíneos. En los extremos del camino central, dos grandes fuentes coronadas por sendas estatuas de ángeles caídos sustentaban el nivel de agua en el entramado de canales y acequias que regaban el jardín.
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Hasta entonces había sido
escenario de sus diversiones infantiles, y su heterogénea naturaleza
inspiradora de sus exóticas fabulaciones. Su padre lo llamó desde la
balaustrada que separaba la doble escalinata que daba acceso a la planta noble.
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—Lo que te voy a contar no se estudia en el colegio ni te lo enseñará tu institutriz. —El semblante serio de don Aurelio impresionó al niño—. En el jardín están representados los cuatro continentes por los que navegó tu tatarabuelo y las claves de su historia. Él se encargó de trasmitírsela a su hijo mayor, Flavio, en su ingenio de Baracoa; y años después hizo aquí lo mismo con su nieto, Valerio.
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El terreno en aquel cuadro se escarpaba ligeramente hacia el norte y dibujaba un perfil similar a la costa atlántica norteamericana, poblada por un pequeño bosque de olmos, nogales y robles. Al sur, una estrecha península se extendía hasta un islote, emulando el contorno saurio de Cuba. Un canal bordeaba el remedo de continente y rodeaba la isla, donde una imponente ceiba reinaba en su centro, custodiada por palmas reales, extendiéndose hacia ambos flancos caobas, ocujes, guanas, anones y guanábanas. Más abajo, un amplio estanque bordeaba la tierra que describía la silueta de Brasil, ocupada por un enjambre de totumos, jacarandas, palmitos, jaguas, pimenteros, mangles, jocotes y jaboncillos.
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La educación recibida no contribuyó a que don Aurelio se acercase a la mentalidad del crío. Pasó varios años de su infancia estudiando en Le Rosey, un colegio interno a orillas del lago Lemán, que marcaron su carácter introspectivo y melancólico. Posteriormente, sus padres lo enviaron a Charterhouse, a las afueras de Londres, donde estudió durante su adolescencia. Allí coincidió con Robert Graves, y ambos fueron inoculados por la misma pasión irrefrenable por la mitología.
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Tuvo que esperar algún tiempo hasta que su padre volviera a llamarle. En cada charla, don Aurelio elegía una zona del jardín acorde con el tema. Aquel día su mano derecha invitaba al niño a dirigir su mirada hacia el sudeste, donde la tierra alimentaba a un inmenso baobab y varios tamarindos, majaguas y cerezos africanos.
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—¿Por qué cuatro generaciones?
—Era la penitencia que se impuso a sí mismo y a los de su sangre. Cumple en tu generación: quedáis liberados de mantener intactas las huellas del jardín y de contar su historia a vuestros hijos. Contigo el pecado ha quedado redimido.
—¿El tatarabuelo fue un pecador?, ¿tan grave fue lo que hizo que necesitaba una penitencia tan larga? —La catequesis le había dado soltura para hacer aquellas preguntas.
—Lo que creyó ser una aventura se trataba de un crimen aberrante del que acabó tomando conciencia.
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En aquel momento, se aproximó su madre. Pese a su corta estatura, algo había en sus andares y en su rostro que le daban un porte imperial e imponían respeto. Su nariz ligeramente abultada sobre las fosas nasales era un sello peculiar en su abolengo. Las cejas, que se espesaban en los extremos, recalcaban la profundidad de sus ojos oscuros, acostumbrados a mirar de frente. Su fino labio superior trazaba un arco de aquellos que Atamante vio usar a los temidos ejércitos de Gengis Kan en la película de Howard Hughes. Su pelo cano marcaba una amplia onda a un lado, dejando su frente diáfana en el otro. Era la antítesis de Atamante.
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