El jardín de la memoria II
El terreno en aquel cuadro
se escarpaba ligeramente hacia el norte y dibujaba un perfil similar a la costa
atlántica norteamericana, poblada por un pequeño bosque de olmos, nogales y
robles. Al sur, una estrecha península se extendía hasta un islote, emulando el
contorno saurio de Cuba. Un canal bordeaba el remedo de continente y rodeaba la
isla, donde una imponente ceiba reinaba en su centro, custodiada por palmas reales,
extendiéndose hacia ambos flancos caobas, ocujes, guanas, anones y guanábanas.
Más abajo, un amplio estanque bordeaba la tierra que describía la silueta de
Brasil, ocupada por un enjambre de totumos, jacarandas, palmitos, jaguas,
pimenteros, mangles, jocotes y jaboncillos.
―La
ceiba es la madre de todos los árboles para el guajiro cubano y un árbol sagrado en muchas culturas precolombinas ―empezó
a hablar su padre bajo aquel árbol imponente, erguido e impasible ante los fríos
inviernos y largas sequías de Madrid.
El niño conocía bien este
árbol que asociaba sus enormes raíces enroscadas en la superficie a colas de
lagartos gigantes, y las espinas del tronco con púas de dinosaurio. Pero ¡ay,
esas palabras que usaba su padre!
…
―Es
un árbol majestuoso ―continuó el padre―. Los mayas creen que sostiene el
universo, uniendo al hombre con el cielo y el inframundo.
―¡Con
esas espinas no es fácil subir al cielo! ―exclamó Atamante sin cautela.
Se le escapó tal irreverencia al recordar el día en que su hermano Gonzalo, no hacía mucho, le retó a trepar aquel árbol, señalando una marca que tenía la corteza a tres metros de altura, que afirmó haber hecho él mismo con su navaja, enseñándole sus heridas en brazos y piernas y azuzándole a imitar su proeza. Su hermano Alfredo observaba la escena, escondido detrás de un árbol. Atamante lo intentó una y otra vez, sin alcanzar a subir medio metro, hasta que desistió frustrado, malhumorado y lleno de heridas. Una vez abajo, se dio cuenta de que Gonzalo le había engañado y que no tenía sangre ni heridas, sino manchas de tomate, mientras sus dos hermanos se carcajeaban de su ingenuidad. Aquel día fue su propia madre la que curó sus heridas, exhibiendo una ternura inusual, a la vez que le pedía que aquello quedara entre ellos y que no se lo dijera a su padre. No sirvió de nada, porque el jardinero lo había visto todo y ya había informado a su padre, que les castigó seis meses sin pisar el jardín. Recordando la rabia y el odio reflejados en la mirada de sus hermanos, semejante a la expresión del ángel caído que había en un extremo, temió que la ceiba se los llevara al inframundo.
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