Cine II (Afrodita descalza)

 


Un día de calor infernal del verano del 62, Samuel Bronston logró reunir un número no desdeñable de invitados el día que comenzaba el rodaje de 55 días en Pekín. En una zona cubierta por grandes toldos, donde unos camareros de etiqueta ofrecían pródigamente bebidas y jamón ibérico, los actores principales y los productores acompañaban a cientos de asistentes. Utilizaba la escenografía, diseñada por Colasanti y Moore, como escaparate publicitario y para asombrar a las fuerzas vivas del régimen de Franco, con quien mantenía unas provechosas relaciones. Por eso, no escatimaba gastos en el diseño artístico y se rodeaba de los mejores profesionales.

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Se notaba cierto nerviosismo en las autoridades españolas, particularmente entre los ministros falangistas, que desde hacía un lustro estaban perdiendo poder en favor de los tecnócratas del Opus y se rumoreaba que pronto habría otra remodelación de gobierno. Se estaba dejando a un lado la autarquía económica y se iniciaba una apertura al exterior liderada por Ullastres, López Rodó y Navarro Rubio. No debió de intuir el ministro de Información y Turismo, Arias Salgado, que él iba a ser uno de los sacrificados en una semana, ya que falleció de un infarto antes de finalizar el mes. La representación oficial la completaban varios generales de uniforme y el alcalde, conde de Mayalde, que entregó a Bronston la llave de oro de la ciudad. Jaime Prades, uruguayo, vicepresidente de la productora y hombre fuerte de Bronston, apodado «el señor sesenta» por hablar siempre en dólares, y ser este su cambio entonces en pesetas, los atendía con una cordialidad natural y efectiva.

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¿Te das cuenta de lo que pretende Sam? ―le decía Heston a Niven sin mirarle, ni levantar en exceso la voz―. Intenta persuadir a los distribuidores para que inviertan su dinero antes de grabar un solo metro de cinta. Esta osadía de Sam me inclinó a aceptar el papel de El Cid, pese a que el guion no me convenciera.

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Charlton Heston, que había expresado sus reservas respecto a la presencia de la Gardner, le hizo otra confidencia a Niven:

―Hace unos días comí en el Ritz con Bronston. Me insistió en que Ava era la mejor actriz posible. Siendo un asunto importante, ¡no hacía falta llorar!

―Ten paciencia ―le aconsejaba un Niven magnánimo―, seguro que nos inspira algunas ideas. El problema no es ella, es ese maldito guion inacabado y plano.

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Ava Gardner apareció tocada con un vistoso sombrero de época, aunque sus admiradores decían que le quedaba bien hasta el pelo recogido con los palillos de las aceitunas de los Martinis. Estaba sorprendentemente amable; «lo de bella», dijo alguien, «no lo puede evitar». Actuó como lo que era, una estrella.

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Ava, en un momento dado, se despidió de la condesa de Quintanilla, se quitó los zapatos y fue de un sitio a otro descalza. Su sirvienta llevaba una petaca llena de vodka de la que iba tomando cubiletes de plata. Atamante la había seguido con la mirada hasta que ella se cruzó con la figura larga y espigada de una muchacha rubia, que llevaba colgando del cinturón varias escofinas y un formón. Su vista quedó atrapada en sus gestos y movimientos, firmes y a la vez delicados. Algo había en su forma de caminar que le resultaba familiar, pero no acertaba a saber la razón.


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